“A principios de los años 70 mi juguete preferido era una fantástica cocinita blanca que mi padre me regaló. Emulaba los guisos que mi abuela y mi madre cocinaban en su cocina de gasoil. Recuerdo el color marfil del mantel de plástico que recubría esa mesa camilla de la casa de comidas y allí estaban extendidos todos mis enseres culinarios, incluso mi madre me cedía algún trocito de cebolla o tomate que evidentemente nunca se llegaban a cocinar.
Me crié entre ollas y guisos: con olor a sofrito, a hierbas aromáticas y a los guisos de mi madre con olores a veces delicados y otras envolventes que estimulaban mi olfato. Con el paso de los años mi madre seguía entre fogones y yo a su lado como una esponja y sin pensarlo, adquiriendo unos conocimientos que hoy son la base de mi cocina.
Sigo buscando aquél sabor que nos recuerda a un tenedor repleto de ensaladilla de pescado con su pizca de pimentón, un sutil y suave gustillo a ajo con un rape de una calidad excelente, la patata de Sa Pobla y picadillo de perejil.
La diversidad y la riqueza del recetario característico de la cocina mallorquina tiene tantas posibilidades que sería una lástima que toda esa sabiduría popular se echase a perder por la globalización masiva de nuestras comidas cotidianas.
La memoria gustativa y olfativa es la experiencia que va marcando nuestra historia. No sólo yo por haberme criado en una cocina tengo memoria gustativa: tenemos todos. Algunos la potenciamos y a otros les pasa desapercibida. La búsqueda de la memoria gustativa, tiene que ser forzosamente estacional, quiero decir con ello que cada producto tiene su estación del año. Recuerdo de pequeño que el tumbet siempre lo comí en verano lo mismo que el “trempó”, las ‘greixeres’ y la col frita con calabaza en invierno. Mi madre Catalina, una gran chef, siempre lo hacia así”.